La música se detuvo, y la sensación de vacío pareció aumentar. Se levantó para irse, pero recordó esa tarde en que se iban a encontrar en la estación de tren, y se fue después de esperarla casi una hora. Rato después lo llamó por teléfono, y le dijo: "A veces es bueno mirar atrás". Sin poder gritar su nombre había esperado a que él volteara. Pero no lo hizo.
Esa frase de otros tiempos lo hizo voltearse esta vez. Sabía que probablemente era la última ocasión en que la vería, y sintió la desesperación de querer retener algo de ella. Sus ojos almendrados, el pálido rosado de sus labios, la luz que caía sobre su hombro izquierdo, la forma en que calentaba sus manos alrededor de una taza de té negro con miel. Al menos quería ser capaz de recordar si fue un lunes o un martes, si llovía o hacía sol.
Durante cuántos años habrá visto su rostro, su abrigo rojo, sus dedos alargados, los pequeños pliegues en su frente cuando se enojaba, las arrugas casi imperceptibles que eran las huellas de su risa. Pero ahora la miraba como si nunca hubiese sido suficiente, como si siempre se hubiese perdido de algún detalle.
Era extraño verlo con esa mirada que no sabía dónde posarse, como tratando de capturarlo todo. Seguramente temía lo que efectivamente ocurrió después. La voz de ella se confundió con otras voces, su rostro se volvió indefinido, su nombre comenzó a sonar ajeno y común. Era como tener el vago recuerdo de un recuerdo. Era una imagen imprecisa, y resultaba imposible distinguirla claramente, tal como no es posible diferenciar un grano de arena de otro, y al igual que es imposible recordar la hoja de un árbol sin confundirla con otras.
Tomó su bolso y se fue. Años después se cruzaron en una calle que ninguno de los dos solía transitar, pero ella no pudo reconocerlo por su chaqueta verde, ni él pudo reconocerla por su forma de caminar.
Esa frase de otros tiempos lo hizo voltearse esta vez. Sabía que probablemente era la última ocasión en que la vería, y sintió la desesperación de querer retener algo de ella. Sus ojos almendrados, el pálido rosado de sus labios, la luz que caía sobre su hombro izquierdo, la forma en que calentaba sus manos alrededor de una taza de té negro con miel. Al menos quería ser capaz de recordar si fue un lunes o un martes, si llovía o hacía sol.
Durante cuántos años habrá visto su rostro, su abrigo rojo, sus dedos alargados, los pequeños pliegues en su frente cuando se enojaba, las arrugas casi imperceptibles que eran las huellas de su risa. Pero ahora la miraba como si nunca hubiese sido suficiente, como si siempre se hubiese perdido de algún detalle.
Era extraño verlo con esa mirada que no sabía dónde posarse, como tratando de capturarlo todo. Seguramente temía lo que efectivamente ocurrió después. La voz de ella se confundió con otras voces, su rostro se volvió indefinido, su nombre comenzó a sonar ajeno y común. Era como tener el vago recuerdo de un recuerdo. Era una imagen imprecisa, y resultaba imposible distinguirla claramente, tal como no es posible diferenciar un grano de arena de otro, y al igual que es imposible recordar la hoja de un árbol sin confundirla con otras.
Tomó su bolso y se fue. Años después se cruzaron en una calle que ninguno de los dos solía transitar, pero ella no pudo reconocerlo por su chaqueta verde, ni él pudo reconocerla por su forma de caminar.
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